"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La víbora

LA VÍBORA. Jorge muñoz gallardo. La mujer que se bañaba en leche de cabra mezclada con miel, que se pintaba los párpados verdes y los labios de carmín. La hija del sol, hermana de las víboras, la maestra del amor que hablaba siete lenguas y preparaba hechizos, intrigas, batallas, preparó su muerte igual como un artista compone su obra maestra. Un carruaje lleno de frutas y flores, tirado por seis caballos blancos cruzó el desierto a todo galope. El esclavo negro los azotaba hasta hacerles saltar la espuma por la boca y los ojos de las órbitas. Debían llegar al castillo oculto al otro lado del monte donde crecían las anchas palmas y los olivos grises, antes de que saliera el sol. Una reina no muere todos los días y no lo hace en cualquier lugar. Cleopatra, desnuda entre los nísperos, los damascos y las orquídeas del valle del Nilo, sonreía con malicia y voluptuosidad. En ese mismo instante, los soldados de Octavio registraban los palacios de la reina fugitiva, a la que el ambicioso general deseaba capturar viva, con el propósito de exhibirla encadenada por las calles de Roma. El carruaje se detuvo delante de un edificio que siendo hermoso parecía completamente abandonado, brillaban las estrellas, era profundo el silencio. El negro saltó al suelo, abrió las pesadas puertas de hierro que conducían a un patio lateral. Después de guiar el carruaje y los caballos hasta un amplio establo, se quedó inmóvil, esperando las órdenes de la soberana. Cleopatra le mandó que la tomara en brazos y la llevara a sus habitaciones. El esclavo cumplió la orden avanzando por una galería cubierta de ladrillos rojos que daba directo en el cuarto de la reina. La blanca silueta de Cleopatra contrastaba con el torso ancho y sudoroso del negro. Cuando estuvo tendida en el lecho, la reina le dijo al esclavo que deseaba fornicar. Lo habían hecho otras veces, siempre en situaciones extremas. Como en las ocasiones anteriores, el negro actuó con la ferocidad de un tigre y la sumisión de un perro. La cópula corta, violenta, acabó con el esclavo enrollado a los pies de su dueña. Cleopatra deslizó la mano entre los almohadones y sacando un látigo de cuero con puntas de hierro, comenzó a azotarlo hasta que la sangre le brotó de la espalda y las extremidades. El negro apretaba los dientes, pero ningún gemido salió de su boca. Cansada de golpearlo, le ordenó que se levantara y fuera al monte a buscar una víbora. Cuando el negro regresó, sosteniendo en las manos un canastillo de fibra vegetal, ya amanecía. Cleopatra estaba ataviada con los más bellos vestidos. Las joyas brillaban en su cabeza, el cuello y los brazos. Su rostro, el porte gentil, la firme serenidad eran los de una diosa. Recibió el canastillo y le indicó al esclavo que se marchara. Acomodada en el lecho, con la espalda en los grandes almohadones, el cabello negro y abundante suelto sobre los hombros, pensó en su enemigo. Seguramente, los soldados que la perseguían, estaban cerca. Cogiendo la cesta, la aproximó a sus pechos y levantó la tapa. Una víbora asomó la cabeza inquieta. Atraída por la tibia piel de la reina, se deslizó entre los duros senos, descendiendo hacia el vientre, donde la mordió.

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